lunes, 19 de abril de 2010

La feria de Sevilla


¿Saben ustedes cuando, por qué y a quien se le ocurrió, poner en marcha la Feria de Sevilla? Pues allá a mediados del siglo XIX, el año 1846, dos concejales del Ayuntamiento de la ciudad, sevillanos de adopción, plantearon al Alcalde, Alejandro Aguado, Conde de Montelirios, la hizo la posibilidad de celebrar, anualmente, una feria de ganado. Pese a la reticencia, en principio, del primer edil que no creía que aquello fuese a ser rentable, se hizo la propuesta y en marzo de 1847 la Reina Isabel ll concedió dicha celebración, la cual se inició el 18 de abril de aquel mismo año. Pero, sin duda, lo más llamativo del caso -agárrense que viene curva- es que aquellos dos concejales de los que partió la idea, Narciso Bonaplata y José María Ibarra, quien años más tarde llegaría a ser Alcalde, habían nacido en Cataluña y el País Vasco, respectivamente. No me digan que no tiene “guasa” que la Feria de Sevilla la “inventaran” un catalá y un vasco.

Bien es verdad, que ellos no podrían imaginar ni remotamente en lo que aquello iba a derivar. En los primeros años el evento consistía en una feria ganadera que duraba solo tres días, en la que además de los corrales para los animales se colocaban unos toldos que daban sombra a los tratantes a la hora de hacer sus operaciones comerciales. En 1849 el Ayuntamiento instaló una tienda de campaña que puede decirse que era como un anticipo de lo que poco después serían las casetas actuales. En años sucesivos se fueron añadiendo instalaciones de ese tipo en sustitución de las lonas o toldos y a ellas ya se fueron llevando alimentos y bebidas, al tiempo que, para entretenerse, en los ratos en los que no había trabajo, se echaban unos cantes y unos bailes. Y así, como el que no quiere la cosa, aquella feria de ganado, hoy inexistente, fue derivando hasta convertirse en el acontecimiento actual, en el que hay días en que llegan a visitar el recinto ferial un millón de personas. Desde entonces hasta ahora, como es lógico, han pasado infinidad de cosas, algunas alucinantes, como, por ejemplo, el hecho de que en 1848 coincidiesen los tres días de feria con el Lunes, Martes y Miércoles Santo.